French dip

Corina entendía que hacía mucho calor para comer un french dip, pero desde ayer sentía un cosquilleo por la seducción culinaria que le provocaba el pensar en ese jugo con aromas complejos. Y es que siempre pensaba las cosas de más: tenía esa falta cerebral que le impedía mantener su atención fijada en una sola cosa. Cuando le hablaban podía perder la mirada analizando los patrones de una flor, y los placeres culinarios siempre ocupaban un lugar protagónico en su cabeza. Además, el french dip era uno de esos platos que lograba ponerla débil, retorcerle las piernas y nublarle la cordura. Creo que todos tenemos un plato que nos pone así, ¿no?

Hablaba con Claudio pero se le perdía la mirada con solo pensar en la textura crujiente del buen pan artesano, la intensidad entre el queso y la mostaza, la textura mantequillosa de la carne con cebolla caramelizada y ahhhh todo eso acompañado con el mejor jugo de carne que pudiera existir. Un paseo por los rincones desconocidos del umami y la completa saciedad a su antojo por algo salado que invitara a la salivación. ¿De qué estaría hablando Claudio? No sabía… había perdido el hilo desde que se puso a pensar en el pan, pero igual le sonreía para no verse grosera. Y ni hablar de la promesa que se había hecho hace dos domingos de solo comer carne roja cuando fuera ocasión especial… Los documentales de Netflix le estaban lavando el cerebro y no eran sanos para la escasa salud mental que le quedaba.

De repente volvió su atención al cuarto y se percató de que Claudio ya no estaba ahí… tal vez hizo berrinche y se cansó de hablar solo. Llegó a la cocina y lo vio descongelando una carne. “¿Qué haces?” —preguntó Corina— “El french dip que viste en Mandoka… ¿en eso penabas, verdad?”