Ensalada de calabacita grilleada

Faltaba ropa por plancharse, platos por lavar y dedicar un momento del día para su “salud mental”. O por lo menos eso decía en la lista que decoraba la pared de Jacinta, cuyas palabras rara vez entraban en contacto con el roce de la pluma que tildaba las tareas terminadas. El día estaba lleno de imprevistos, y no lograba entender cómo era que existían mujeres que cuidaban niños, hacían ejercicio y además te saludaban con un aura que irradiaba gracia y una viveza encantadora. Tenía que tratarse de musas importadas que no compartían las limitaciones del cuerpo humano.

Con los pelos de punta y la casa vuelta un despapaye, se encerró en la cocina para desconectarse de su dura realidad. Jacinta estaba a años luz de ser una ama de casa ejemplar, pero lo que nunca perdonaba era su momento en la cocina. En su casa se comía bien. Y aunque los tres niños solo le dieran cinco minutos libres para ingeniar una comida que alimentara su cuerpo infantil, tenía ese misterioso don culinario de hacer magia con su limitada lista de ingredientes: todo siempre resultaba en un plato emocionante y exquisito, aunque solo tuviera calabazas, elotes y arúgula medio rancia en la nevera. A veces ponía los vinilos de Édith Piaf y se tomaba una copa de sauvignon blanc para matar dos pájaros de un tiro y tachar de la lista el renglón de la “salud mental”.

Los niños crecieron sin percatarse de las múltiples crisis emocionales que atravesó su madre para mantener la casa decente. Crecieron y lo único que recordaron fue la mesa del comedor: la cual le describían a sus nietos como un paraíso culinario decorado con flores recién arrancadas del jardín y los aromas escapándose de la cocina de Jacinta… la mejor cocinera del mundo, según los diarios de mi abuelo.