Boloñesa de lentejas

Una vez el tío Tito me dijo que los platos vegetarianos son para los “huevos sin sal”. Hacía referencia a esas personas que tienen la piel pálida como la leche, los huesos frágiles como patas de pájaro y una incapacidad inmutable para verte a los ojos al hablar; resultando en interacciones un tanto incómodas. “Si no comes proteína animal, eso es lo que te va a pasar, niña. Te vas a convertir en un huevo sin sal. A esos adefecios les hace tanta falta una dosis de vitaminas, que no pueden ni subir las escaleras sin cansarse, su comida sabe a suela de zapato y, ¡ni hablar de su vida sexual! esos mueren vírgenes.”

Mi inocente mentalidad de niña de 8 años no entendía gran parte de las imprudencias que recitaba el tío Tito. Pero sí se me quedó grabado que todos los vegetarianos estaban destinados a crecer con la destreza de un caracol y el carisma de una lechuga.

Con el paso del tiempo, esa niña fue creciendo y madurando. Descubrió que el mundo culinario le causaba una especial inquietud, despertaba su curiosidad y sus ganas de crear. Leyó un par de libros y desmintió las atrocidades que el tío Tito le había implantado en la cabeza, y se puso a jugar con ingredientes que vienen de la tierra para ver qué pasaba.

El tío Tito llegó a cenar después de un largo día de trabajo, se sentó en la mesa y disfrutó el plato de pasta que su sobrina le había preparado con un gusto incomparable. “Creciste para ser la mejor cocinera de todas. ¿Qué le pusiste a este manjar?” —“Nada especial, tío. Los ingredientes que encontré en la cocina.”